Por: Miguel Ángel López Parra
Bajo un marco de incertidumbre derivado de los efectos de la pandemia ocasionada por el virus SARS-CoV-2, es fácil percibir dentro de nuestra sociedad un ambiente de preocupación ocasionada por la inflación, la pérdida de empleos, la crisis económica y de salud en general, a lo que se suma la persistencia de prácticas propias de un viejo régimen burocrático caracterizado por la centralización de la toma de decisiones e ineficiencia en la administración de los recursos públicos, que ha generado un gran descontento y desconfianza por parte del sector privado hacia las instituciones públicas.
El gobierno en turno ha fracasado en materia económica al no cumplir con una de sus principales tareas: generar las condiciones idóneas para la libre competencia. De igual forma, tampoco ha logrado brindar certeza al cumplimiento de los contratos, y una vez más, la administración actual ha hecho a un lado la importancia de contar con instituciones sólidas, llegando incluso a menoscabar el Estado de derecho en su búsqueda por proteger a una estructura empresarial pública obsoleta.
El ejemplo más reciente de dicha situación lo vemos en las acciones ejecutadas en las últimas semanas, al impulsar una contrarreforma a la industria eléctrica, que no solamente resulta incongruente a los principios de sustentabilidad establecidos dentro de los acuerdos internacionales, en el plan de acción más reciente adoptado por la ONU, conocido como agenda 2030 o con el enmarcado en la propia Constitución Política de nuestro país; cabe señalar que los efectos de la mencionada contrarreforma tendrían un impacto devastador para los bolsillos de todos los mexicanos.
Para entender las implicaciones de esta contrarreforma debemos empezar por preguntar: ¿Cómo funciona el sector eléctrico en México?, ¿Qué implicaciones tiene la reforma al sector de la energía eléctrica?, y finalmente ¿Por qué se impulsó una contrarreforma y que implicaciones tiene para los mexicanos?
¿Cómo funciona el sector eléctrico?
El sector eléctrico es complejo, sin embargo, para su análisis es posible simplificarlo dividiéndolo en dos principales componentes: quienes producen la energía eléctrica y quienes la transmiten y distribuyen a los consumidores finales. En el caso de México, a partir de la nacionalización de la industria eléctrica de 1960, el único facultado para producir y distribuir la energía eléctrica en territorio nacional era el Estado mexicano, creando una estructura monopólica pública sobre todo el sector eléctrico. La implicación principal de esa estructura monopólica es que el consumidor final de energía quedaba sujeto a la voluntad del monopolista, pues no existía otra opción para satisfacer el servicio eléctrico; por lo que, si se recibía un mal servicio, con alto precio y de mala calidad; no hubo mecanismo alguno para regular o cambiar dicha situación.
Los monopolios, en general, son estructuras que implican grandes beneficios para sus propietarios a costa de los consumidores del servicio monopolizado. A pesar de esto, existe una clase de monopolios, los denominados naturales, donde resulta más eficiente y económico mantener dicha estructura debido a la propia naturaleza del servicio. En el caso del sector eléctrico, el componente de transmisión y distribución resulta ser un monopolio natural, no así el de generación, ya que si se piensa un momento no tiene ningún sentido que existan distintas torres de transmisión eléctricas, una al lado de la otra, lo cual implica una gran inversión de capital en infraestructura que podrían ser utilizada en actividades más productivas y benéficas para la sociedad; pero un conjunto de empresas que compitan en la generación de energía eléctrica ayudaría a mejorar los precios, la calidad de la energía y la sustentabilidad de su generación. Lo anterior resulta de la competencia a que se ven sometidas el conjunto de empresas que las obliga a entrar en una carrera continua para encontrar el método de generación de menor costo.
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